martes, 29 de octubre de 2013

Yo y la Publicidad, de Mario Benedetti

Mario Benedetti (1996)  Andamios
 












En Andamios, Benedetti cuenta los encuentros y desencuentros de Javier Montes, que después de doce años de exilio regresa a Montevideo para reencontrarse con el pasado, los amigos y los recuerdos. El libro se estructura en 75 capítulos que a modo de diálogos, reflexiones, recuerdos, sueños, cartas y poemas y que van construyendo la realidad del desexilio. Aquí os dejamos el capítulo IV dedicado a la publicidad,


Yo y la publicidad'

Más de una vez estuve tentado de telefonear a una o varias agencias de propaganda, a fin de transmitirles un mensaje muy personal y muy escueto: "No se gasten conmigo. Para mí la propaganda es como si no existiera. Cuando por la mañana leo el diario, los avisos no cuentan. No importa que ocupen un espacio de cinco centímetros por una columna, o una página entera, No existen. Paso las páginas buscando y leyendo textos, noticias, artículos de opinión, análisis económicos, resultados deportivos, pero no me detengo en ningún aviso. No cuentan. Los eludo como a enemigos o como a baches en la carretera.
 
Con la televisión me pasa algo semejante. El zapping nervioso, incontenible, de mi índice obstinado, me va salvando del detergente mejor del mundo, del automóvil más veloz, del cigarrillo más elegante, del champú esplendoroso. En verdad no soporto que la pantallita estúpida organice o desbarate mi vida. Por suerte sospecho que no soy el único. Estamos saturados. También es cierto que la propaganda genera anticuerpos. Por ejemplo, a uno le vienen ganas de afeitarse con cualquier maquinita que no sea la que la tele nos propone e impone. Si de todos modos voy a consumir la refinada cochambre que exhibe el mercado, reclamo que no sea la del muladar televisivo. Al menos quiero ser dueño de mi opción de basura.

Un sociólogo norteamericano dijo hace más de treinta años que la propaganda era una formidable vendedora de sueños, pero resulta que yo no quiero que me vendan sueños ajenos sino sencillamente que se cumplan los míos. Por otra parte, es obvio que la publicidad mercantil va dirigida a todas las clases sociales: una empresa que fabrica o vende, por ejemplo, aspiradoras, no le pregunta a su cliente potencial si, es latifundista u obrero metalúrgico, militar retirado o albañil; tampoco le pregunta si es católico o ateo, marxista o gorila. Su única exigencia es que le paguen el precio establecido. Sin embargo, aunque la propaganda va dirigida a todas las clases, el producto que motiva cada aviso siempre aparece rodeado por un solo contorno: el de la clase alta o la que ambiciona serlo.

El fabricante importador de una determinada marca de cigarrillos sabe perfectamente que su producto puede ser adquirido por un burócrata, un tornero o una manicura, pero cuando lo promociona en televisión aparecerá fumado por algún playboy, cuyo más sacrificado quehacer será en todo caso jugar al polo, o tostarse al sol en la cubierta de un yate, junto a una beldad femenina en mínimo tanga. Una motoneta puede ser un indispensable útil de trabajo para un mensajero o un mecánico electricista, pero en la publicidad aparecerá vinculada a una alegre pandilla de muchachos y muchachas, cuya tarea prioritaria en la vida es la de salir en excursión en medio de paisajes impecables, desprovistos por supuesto de detalles tan incómodos como la miseria o el hambre. Un champú puede tener como usuaria normal a una telefonista o a una obrera textil, pero en la tanda comercial de la televisión las cabelleras (que serán rubias, como las norteamericanas, y no oscuras, como las que ostentan las lindísimas morochas/trigueñas de América Latina) ondearán al impulso de una suave brisa, mientras la dueña de ese encanto corre lentamente (es obvio que en la tele se puede "correr lentamente") al encuentro del musculoso adonis que la espera con la sonrisa puesta.

El mundo capitalista tiene sus divinidades: verbigracia el dinero, que representa el Gran Poder.
Para el hombre que tiene dinero, y por tanto poder, la vida es diversión, confort, estabilidad. No tiene problemas laborales (entre otras cosas, porque normalmente no labora) y hasta apela al sacrosanto dinero para solucionar sus problemas sexuales y/o sentimentales. Por supuesto, la publicidad no nos propone que todos ingresemos en ese clan de privilegio, ya que en ese caso dejaría de serlo. Tan sólo intenta convencernos de que esa clase es la superior, la que indefectiblemente tiene o va a tener el poder, la que en definitiva decide. Mostrar (con el pretexto de un reloj o de una loción after shave) que sus integrantes son ágiles, ocurrentes, elegantes, sagaces, apuestos, es también un modo de mitificar a ese espécimen, de dejar bien establecida su primacía y en consecuencia de asegurar una admiración y hasta un culto de esa imagen. Es obvio que la clase alta tiene gerentes panzones, feas matronas, alguno que otro rostro crapuloso, pero no son estos los que aparecen en la pantallita.

Un dato curioso: las agencias de publicidad reclutan sus, prototipos en la clase media pero siempre los presentan con la vestimenta, las posturas, el aire sobrador, la rutina ociosa de la alta burguesía. El día en que lleguemos a comprender que la propaganda comercial, además de incitarnos a adquirir un producto, también nos está vendiendo una ideología, ese día quizá pasemos de la dependencia a la desconfianza. Y ésta, como se sabe, es un anticipo de la independencia".

A esta altura, creo que está claro que yo y la publicidad no nos llevamos bien.

[Dos días después llegó este breve fax de la Agencia madrileña: "Amigo Javier: 'Tengo la vaga impresión de que pretendes que todas las agencias y productoras de publicidad se juramenten para hacernos el boicot. Lamentamos comunicarte que tu interesante exabrupto (que en esencia compartimos) ha sido desterrado al legajo de "impublicables". ¡Por favor, sitúate de una vez por todas en la santificada hipocresía de este último espasmo secular! Recibe mientras tanto un esperanzado abrazo de Sostiene Pereira II, o sea de Manolo III"]


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